miércoles, 15 de agosto de 2018

Nuestro cuerpo

Porque es sólo nuestro.

Las mujeres tenemos una relación complicada con nuestro cuerpo.

Cambiémosla.

Amemos cada centímetro de nuestra piel, porque es sólo a través de ella que percibimos millones de sensaciones que sólo nosotras sabemos interpretar. Nuestra piel es nuestro primer hogar. Por suerte. 

Amemos nuestro rostro y cada detalle en él. Aunque no tenga la simetría que un día nos vendieron como perfecta. Aunque no responda a un estándar de belleza clónica y clínica. Gracias al universo. Con una oveja Dolly es suficiente.

Amemos nuestras perfectas imperfecciones, que lo son porque alguien decidió un día que así iban a llamarse, olvidando que cada pliegue, cada arruga, cada curva o cada pellejo es así porque ha vivido y ahí está para contarlo.

Las mujeres tendemos a odiar nuestro físico por diferentes motivos a lo largo de nuestra vida.

Nuestra relación con él suele ser de inseguridad, insatisfacción y dependencia de la opinión ajena.

Va en el carnet de fémina.

Las mujeres menstruamos.

Y sólo por eso nuestro cuerpo ya sufre cambios visibles cada mes. 

Nuestro abdomen, nuestras piernas y nuestro trasero se hinchan, nuestra piel está más sensible y nuestro cabello más apagado. Y como, hasta hace no mucho, menstruar era algo que había que hacer invisible socialmente, ahí viene de regalo implícito el odio a todo lo que físicamente implica ser mujer.

Amemos nuestro cuerpo.

Grueso o fino, pero perfectamente imperfecto.

Que no dependa de nadie el sentirnos bien en él, con él. Que queramos cuidarlo sin que eso signifique que queramos cambiarlo.

Amar(se) es cuidar(se). 

Cuidar(se) es valorar(se).

Y valorar(se) es amar(se). 

Fin.

Acabemos con odios, tabúes, manías, complejos, inseguridades y rechazos. 

Tumbemos de una puñetera vez la idea de cuerpo perfecto. 

Porque ninguno lo es. 

Porque todos lo son.

El nuestro también. 

Porque es sólo nuestro.

Dejemos de juzgarnos tan duramente. 

Es más, dejemos de juzgarnos.

Nada más que añadir, señoría.

lunes, 13 de agosto de 2018

Después de la tormenta...

No siempre llega la calma.

Tenemos tendencia a esperar, al luego, al después, al más tarde, al ya veremos, al dejemos que pase el tiempo y al a ver qué pasa si.

Se nos olvida, a diario, que el momento es ahora. Cuando lo sientes, cuando lo piensas, cuando surge, cuando viene.

A veces después de la tormenta no llega la calma, porque la calma venía con la electricidad y no hemos sabido verla, cogerla y aprovecharla. Es chocante, pero es real.

Porque en ocasiones, es la propia descarga eléctrica la que nos invita al silencio, al parón, al borrón y cuenta nueva. No después, no luego, no con el tiempo, no cuando pase... En ese momento.

Las tormentas vienen para abrirnos los ojos, para obligarnos a centrar nuestra mirada e ir un poco más allá de nuestras narices. Pero solemos esperar al arcoiris de después del chaparrón. Ignoramos el mensaje del relámpago. Y perdemos el ahora.

Después de la tormenta... No siempre llega la calma.

Porque hemos dejado pasar ese momento, que se ha dibujado en el cielo tan rápido como ha desaparecido.
Y ya no es ahora.

Hemos vuelto al después, al luego, al ya veremos, al dejemos que pase y a ver...

Y con esas demoras la vida sigue.
Y se nos escapa.
Tormenta tras tormenta.
Mientras nosotros no hacemos nada por congelar sus relámpagos y ver en ellos un atisbo de calma y un "AHORA ES EL MOMENTO".

Y es que, a veces, la tormenta es la calma que necesitamos.